Son muchas las facetas que hacen de Toledo una ciudad absolutamente especial, genuina, radicalmente distinta a la mayoría y que le confieren un encanto capaz de enamorar a quien la conoce generación tras generación. Es algo más que una ciudad monumental -que lo es, y mucho-, algo más que un lugar topográficamente muy peculiar -una pintoresca península rocosa abrazada por un ex-río, hoy cloaca-, algo más que un cruce secular de civilizaciones mundialmente reconocido... Toledo marca la diferencia por ciertos detalles que ni se compran ni se venden, que simplemente se tienen o no se tienen. Uno de ellos son sus tradiciones, leyendas, topónimos, historias y demás patrimonio inmaterial que constituyen un tesoro que debemos esforzarnos en proteger y divulgar.
Un buen ejemplo de esa peculiar amalgama es la historia de la Virgen de los Alfileritos. Hoy Alfileritos es a la vez un topónimo, una tradición, una devoción, una leyenda, una pseudosuperstición, una historia, un pequeño lienzo, en definitiva, un precioso patrimonio en su mayor parte intangible que hunde sus raíces bien adentro en el alma de la ciudad.
El origen de esta historia es, como no podía ser de otro modo, incierto y difuso, con hasta tres teorías que intentan explicar cómo comenzó esta peculiarísima devoción. Situada en una de las calles con una denominación más antigua de la ciudad, la Calle del Refugio (llamada así por la existencia de un refugio, tal vez para peregrinos ya mencionado en documentos del siglo XIII), la fuerza de la tradición de la Virgen de los Alfileritos consiguió que incluso oficialmente esta vía pasara de llamarse del Refugio a Alfileritos ya en el siglo XX.
Para quien no conozca nada sobre esta historia, de modo resumido diré que en la citada calle existe desde hace siglos una pequeña imagen de una Virgen pintada en un lienzo e incrustada a su vez en una hornacina-ventana-altar protegida por una reja la cual es denominada Virgen de los Alfileritos debido a que, por una diminuta ranura situada en la ventana, arrojan alfileres las mujeres que desean ventura amorosa.
Pero, ¿cómo empezó todo? ¿En qué momento las toledanas empezaron a arrojar alfileres a esta imagen con la esperanza de que la suerte en el amor les sonriera? Como decía anteriormente, son tres las tradiciones que he conseguido hallar documentalmente y que paso resumiros cronológicamente. La primera de ellas fue publicada el 2 de febrero de 1892 en la revista La edad dichosa por el pintor Vicente Poleró. Como el texto es breve, creo que lo mejor es que lo leáis en su versión y edición originales:
La segunda versión fue publicada en 1945, aunque en el texto se hace referencia a unos supuestos documentos de 1744. El autor de la publicación de 1945 fue Román Ariz y Galindo, quien fuera juez municipal.
En el texto, indica que estando el autor un día en un establecimiento dedicado a la venta de papel viejo, halló por casualidad una abultada carpeta de bordes “corroídos por la humedad y los ratones”, entre los que apareció “un cuadernito de ocho hojas, de papel de hilo, en tamaño de cuartillas, cosido con hilo que debió ser encarnado y escrito en clara letra española, el cual, bajo el signo de la cruz, presentaba el siguiente rótulo o cabecera”:
+ De como María Sánchez, la bordadora, casó con el dotor Don Diego de Uceda, y lo que siguióse de ello.- Lo escribe el bachiller Pedro de Horozco, racionero de la S.I.C.P. – Año de gracia de MDCCXLIV.
Parece que Pedro de Horozco verdaderamente existió, siendo su nombre completo Pedro de Horozco y Rivadeneyra, ejerciendo como racionero de la Catedral Primada (gracias a Manuel Martínez por la investigación). El supuesto texto de Horozco publicado por Ariz y Galindo dice que el motivo del escrito era explicar “un suceso acaecido en Toledo años atrás y que, un antiguo vecino de ella, le ha referido al preguntar, a poco de su llegada a Toledo, por la extraña costumbre que él observara, de que las jóvenes ofrendasen alfileres a la Santa Ymagen de Ns. Sa., en su advocación de Mater Dolorosa que se guarda en la hornacina de la calle del Refugio esta ciudad, tras de rezar una oración ante ella, suceso que fue ocasión de hacerse tan rara ofrenda”.
De modo resumido (gracias de nuevo a Manuel Martínez por la excelente síntesis, que transcribo literalmente), según Horozco esto fue lo que aquel anciano le contó en 1744:
En un obrador de encajes, sedas y brocados, instalado “en los portales de los Boteros” en la Plaza de Zocodover, allá por los tiempos del reinado de Felipe V, trabajaba en calidad de oficiala una linda bordadora, llamada María Sánchez, quien tenía por costumbre detenerse, al volver de su trabajo, ante la hornacina mariana de la calle del Refugio. Un día que la joven estaba bordando en el taller, preocupada por el delicado estado de salud de su madre viuda, inadvertidamente se tropezó con la punta de un alfiler que estaba mal colocado en la almohadilla del encaje de bolillos en que trabajaba, causándole un profundo rasguño en la mano. El rasguño fortuito produjo a la joven una infección con hinchazón en su mano, que le impidió asistir al trabajo durante días. Durante todo ese tiempo, la joven rezó ante la venerada imagen para impetrar de su misericordia la curación de su mal y, una vez restablecida, con intervención del cirujano, ofreció como exvoto a la Virgen el alfiler causante del daño.
Mientras, con contenida emoción, la joven María, arrojaba al interior de la capillita, el malhadado alfiler, no advirtió que presenciaba tan fervoroso acto un hidalgo distinguido y apuesto, quien en días sucesivos, repitiendo María el acto devoto, la esperaba repetidamente en el mismo sitio, asistiendo extrañado a tales actos.
Por fin el joven galán se decidió a hablar con la menestrala preguntándole la causa de tan extraña devoción y aclarada por María su intención devota, a la que no era extraña la atracción que empezaba sentir por su deferente interlocutor, menudearon las citas en el mismo lugar seguidas del consiguiente galanteo y enamoramiento entre los jóvenes.
Finalmente, el hidalgo, prendado de la belleza y bondad de la menestrala, tras vencer los obstáculos puestos por su familia, opuesta en un principio a un matrimonio tan desigual, consiguió salirse con la suya y casarse con María la bordadora y, debido a hecho tan sonado en la ciudad, se hizo famosa la ofrenda ocasional de alfileres a la Virgen, surgiendo entre las chicas casaderas la costumbre de arrojar alfileres a la Virgen a la espera de que apareciera el príncipe de sus sueños.
Un punto a favor de esta versión es que es también recogida por Rafael Ramírez de Arellano en su libro Nuevas Tradiciones de Toledo publicado en 1916, es decir, casi 30 años antes del librillo de Román Ariz y Galindo de 1945.
La tercera versión fue publicada en el libro Leyendas de la Ciudad del Tajo por Antonio Delgado en 1946, bajo el título "Por un alfiler, un novio". Según este autor, la joven doña Sol, estaba enamorada de García de Ocaña, capitán de los tercios y alférez del conquistador don Pedro de Valdivia. Este marchó con su señor a las Indias, mientras Sol esperaba impaciente su regreso para contraer matrimonio según él había prometido. Ante la ausencia prolongada de noticias suyas, Sol iba cada noche a rezar a una Virgen Dolorosa que había en una hornacina tenuemente iluminada cerca de su casa, rogando por el regreso del joven. Una de esas noches, temiendo ser vencida por el cansancio y el sueño, pidió a la mujer que le acompañaba que sin contemplaciones la pinchara con un alfiler para no caer dormida. Una vez despierta, Sol “introducía el alfiler por entre los barrotes de la reja, dejándole allí a modo de ofrenda a la Dolorosa”. Un buen día, García regresó victorioso de las Indias y los jóvenes se casaron, comenzando entonces otras jóvenes a hacer lo mismo que Sol cuando sufrían por amor.
Existe incluso otra versión, en este caso claramente inventada y en forma de cuento pero no por ello carente de interés, publicada en 1927 por Ismael del Pan. Aquel que esté interesado en leerla lo puede hacer pinchando aquí.
Sea cual sea la versión verdadera, lo cierto es que está comprobado que esta calle era ya denominada Alfileritos por el pueblo llano al menos desde mediados del siglo XVIII. Las fotografías más antiguas de la calle datan de finales del siglo XIX y comienzos del XX:
La famosa imagen se situaba unos metros más abajo de donde hoy la vemos. En concreto estaba ubicada bajo un tejadillo con la inscripción de "Mater Dolorosa" en un pequeño hueco del edificio que hoy alberga el Restaurante Alfileritos 24:
En septiembre de 1930 en la Revista Estampa el gran José Díaz Morales publicó un breve y simpático artículo ilustrado:
El 14 de marzo 1936 la Revista Estampa publicó otro delicioso reportaje de Pedro Arenas sobre esta tradición con fabulosas fotografías de Joan Llompart Ramis, solo 4 meses antes del comienzo de la maldita Guerra Civil (clicar en las fotos para ampliar):
Durante la guerra, la imagen fue escondida por Emilio González Orúe y su hija Emilia González Ampudia -madre del gran Luis Alba- en su casa, para preservarla de ataques por desgracia habituales en aquellos días (de hecho Emilio se hizo con la imagen casualmente: pasaba por la calle cuando una turba de milicianos estaba rompiendo la reja, y por suerte al ser él un médico conocido en la ciudad, uno de los milicianos dijo que cumplían órdenes pero que no tenía inconveniente en que se la llevara a su casa). Al ser evacuada la ciudad con motivo de la inminente explosión de la mina excavada bajo el Alcázar el 18 de septiembre de 1936, Emilio llevó la imagen consigo bajo su ropa, cruzando el control de milicianos del Puente de San Martín afortunadamente sin ser cacheado y custodiándola aquellos días en la Venta del Alma. Tras la explosión de la mina, volvieron a su domicilio de la calle Carmelitas Descalzos con la imagen. En marzo de 1937 fue repuesta en su lugar siendo llevada en procesión hasta la Calle Alfileritos colocándose de nuevo en su antigua hornacina (Gracias a D. Alfonso Galdeano Alba, descendiente de esta familia, por esta valiosísima información).
A finales del siglo XX se decidió cambiar la ubicación de la imagen, situándola donde ahora la vemos, en la esquina de la Iglesia de San Nicolás con la primera casa de la calle, unos metros más arriba de su primitivo emplazamiento.
La imagen sigue siendo muy visitada y aún recibe cientos de alfileres de las chicas, locales y foráneas, que desean que su vida amorosa vaya viento en popa.
Desgraciadamente se han producido en los últimos años algunos actos vandálicos contra esta imagen que esperemos no se vuelvan a repetir.
Para saber más:
- Blog de Manuel Martínez: "Virgen de los Alfileritos en Toledo"
- Artículo sobre la Virgen de los Alfileritos por Diego Montaut y Dutriz publicado el 28 de septiembre de 1856 en Semanario Pintoresco Español
- Reseña sobre la Virgen de los Alfileritos el 23 de agosto de 1856 en el periódico liberal La Iberia
- Historia de la salvación del lienzo de la Virgen de Alfileritos en 1936 (cortesía de Alfonso Galdeano Alba), extraído del libro "Sagrario, Custodia y Palma. Las Marías de los Sagrarios en la Archidiócesis de Toledo" de Jorge López Teulón. (página 1)
- Historia de la salvación del lienzo de la Virgen de Alfileritos en 1936 (cortesía de Alfonso Galdeano Alba), extraído del libro "Sagrario, Custodia y Palma. Las Marías de los Sagrarios en la Archidiócesis de Toledo" de Jorge López Teulón. (página 2)
sábado, 7 de noviembre de 2015
Toledo hacia 1910 fotografiado por Arturo Cerdá y Rico
Considerado uno de los mejores fotógrafos etnográficos de la historia de España, Arturo Cerdá y Rico nació el 11 de octubre de 1844 en Monóvar (Alicante) y falleció el 15 de febrero de 1921 en Cabra del Santo Cristo (Jaén). De profesión fue médico aunque ha pasado a la posteridad por su faceta como fotógrafo, dejando un legado de unas dos mil fotografías estereoscópicas de gran belleza y valor documental.
Se graduó en Medicina en 1868 y con motivo de su matrimonio en 1871 se trasladó a vivir a la localidad jiennense de Cabra del Santo Cristo, donde ejerció su profesión. Allí compatibilizó su trabajo con la fotografía, edificando en 1900 una casa de estilo modernista diseñada para desarrollar su gran afición. Esta original vivienda contaba con un patio interior con suelo de cristal y con un laboratorio con tres ventanas. Cada ventana tenía un cristal de color diferente: uno verde, otro rojo y otro blanco, lo que permitía a Cerdá revelar con luz natural siguiendo diferentes técnicas. Dominó la fotografía autocroma y especialmente la estereoscópica. Experto en etnografía, fotografiaba a campesinos, trabajadores y escenas de la vida cotidiana tanto de la zona donde residía como en sus viajes por toda España. Su estilo es en ocasiones contrapuesto debido a sus múltiples influencias, yendo desde el pictorialismo, hasta la fotografía directa pasando por el reportaje gráfico. Sus fotografías fueron premiadas en importantes exposiciones internacionales, obteniendo galardones como el primer premio en la exposición de Madrid en 1903 y 1908, el primer premio en Valencia en 1906 o un premio en Londres en 1909. También publicó imágenes en revistas tan importantes como Graphos Ilustrado, Photos o La Fotografía Ilustrada. Su legado se conserva en el Instituto de Estudios Giennenses de la Diputación de Jaén y está siendo recuperado y catalogado gracias al empeño de su bisnieto Julio A. Cerdá, a quien agradezco su ayuda para la obtención de estas fotografías. También agradezco la ayuda desinteresada de la investigadora Ana Real Duro.
Arturo Cerdá visitó Toledo hacia 1910, dejando como recuerdo gráfico un reportaje que mezcló su faceta etnográfica con la de buen fotógrafo de arte y monumentos. Mi preferida, que tuve la suerte de poder incluir en el segundo volumen del libro Toledo Olvidado, es esta que nos muestra a un cura cruzando el Puente de San Martín subido en su borrico:
Pienso que es el mismo cura que aparece en esta foto de la colección Luis Alba junto a la Venta del Alma, por lo que pienso que, dado que parece que este era un recorrido habitual del sacerdote, podría tratarse del párroco de alguno de los pueblos monteños cercanos a Toledo como Layos, Argés, Cobisa o Guadamur:
Es preciosa también esta vista de la zona denominada Vistillas de San Agustín, cerca del actual Instituto Sefarad. Al fondo se ve San Juan de los Reyes:
Sensacional es esta vista de la Puerta del Sol tomada probablemente desde uno de los conventos de la zona norte de la ciudad o sus inmediaciones:
Aquí vemos una buena toma de la Escuela de Artes en sus primeros años de vida, pues fue inaugurada en 1902:
Cerdá se adentró en la Catedral, donde fotografió su interior y también la imagen de la Virgen del Sagrario:
Cerdá visitó la ciudad en varias ocasiones, como lo demuestra esta otra impresionante fotografía que puede considerarse una de las más bellas vistas de Toledo cubierta de nieve:
Esperando que esta entrada os haya gustado, vuelvo a agradecer a Julio, bisnieto del fotógrafo, y a la investigadora Ana Real, su colaboración para poder mostraros esta breve pero intensa serie de fotografías.
Se graduó en Medicina en 1868 y con motivo de su matrimonio en 1871 se trasladó a vivir a la localidad jiennense de Cabra del Santo Cristo, donde ejerció su profesión. Allí compatibilizó su trabajo con la fotografía, edificando en 1900 una casa de estilo modernista diseñada para desarrollar su gran afición. Esta original vivienda contaba con un patio interior con suelo de cristal y con un laboratorio con tres ventanas. Cada ventana tenía un cristal de color diferente: uno verde, otro rojo y otro blanco, lo que permitía a Cerdá revelar con luz natural siguiendo diferentes técnicas. Dominó la fotografía autocroma y especialmente la estereoscópica. Experto en etnografía, fotografiaba a campesinos, trabajadores y escenas de la vida cotidiana tanto de la zona donde residía como en sus viajes por toda España. Su estilo es en ocasiones contrapuesto debido a sus múltiples influencias, yendo desde el pictorialismo, hasta la fotografía directa pasando por el reportaje gráfico. Sus fotografías fueron premiadas en importantes exposiciones internacionales, obteniendo galardones como el primer premio en la exposición de Madrid en 1903 y 1908, el primer premio en Valencia en 1906 o un premio en Londres en 1909. También publicó imágenes en revistas tan importantes como Graphos Ilustrado, Photos o La Fotografía Ilustrada. Su legado se conserva en el Instituto de Estudios Giennenses de la Diputación de Jaén y está siendo recuperado y catalogado gracias al empeño de su bisnieto Julio A. Cerdá, a quien agradezco su ayuda para la obtención de estas fotografías. También agradezco la ayuda desinteresada de la investigadora Ana Real Duro.
Arturo Cerdá visitó Toledo hacia 1910, dejando como recuerdo gráfico un reportaje que mezcló su faceta etnográfica con la de buen fotógrafo de arte y monumentos. Mi preferida, que tuve la suerte de poder incluir en el segundo volumen del libro Toledo Olvidado, es esta que nos muestra a un cura cruzando el Puente de San Martín subido en su borrico:
Pienso que es el mismo cura que aparece en esta foto de la colección Luis Alba junto a la Venta del Alma, por lo que pienso que, dado que parece que este era un recorrido habitual del sacerdote, podría tratarse del párroco de alguno de los pueblos monteños cercanos a Toledo como Layos, Argés, Cobisa o Guadamur:
Es preciosa también esta vista de la zona denominada Vistillas de San Agustín, cerca del actual Instituto Sefarad. Al fondo se ve San Juan de los Reyes:
Sensacional es esta vista de la Puerta del Sol tomada probablemente desde uno de los conventos de la zona norte de la ciudad o sus inmediaciones:
Aquí vemos una buena toma de la Escuela de Artes en sus primeros años de vida, pues fue inaugurada en 1902:
Cerdá se adentró en la Catedral, donde fotografió su interior y también la imagen de la Virgen del Sagrario:
Cerdá visitó la ciudad en varias ocasiones, como lo demuestra esta otra impresionante fotografía que puede considerarse una de las más bellas vistas de Toledo cubierta de nieve:
Esperando que esta entrada os haya gustado, vuelvo a agradecer a Julio, bisnieto del fotógrafo, y a la investigadora Ana Real, su colaboración para poder mostraros esta breve pero intensa serie de fotografías.
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