Ahora que parece que tenemos que apretarnos el cinturón por la crisis que ha comenzado es buen momento de recordar cómo se vivieron episodios similares en Toledo.
En primer lugar se puede decir que Toledo se tiró varios siglos en crisis, más o menos desde la pérdida de la capitalidad española con Felipe II hasta aproximadamente mediados del siglo XX con breves periodos entre esos 350 años si no de bonanza, al menos de cierta reactivación aunque siempre dentro de una línea general de recesión.
La era fotográfica llegó a Toledo en un momento de enorme depresión, pues en 1852 (fecha de la primera fotografía tomada en Toledo) la ciudad era poco menos que una sombra de lo que fue. Despoblada, arruinada, decaída, ruinosa, triste, insalubre, expoliada...todos los epítetos se quedan cortos para describir el Toledo que esos primeros fotógrafos vieron y que concuerda con las descripciones que pocos años antes románticos como Bécquer hicieran de la ciudad castellana.
Digamos que el final del siglo XIX y el principio del XX fue el final de la cuesta abajo de Toledo, que recibió la puntilla con la Guerra Civil. Y eso que Toledo podía darse por satisfecha en comparación con otras muchas ciudades puesto que la creación de la Academia de Infantería y el hecho de conservar la Sede Primada de España de la Iglesia Católica le hizo conservar no pocos puestos de trabajo ligados a ambos ámbitos. Asusta pensar en la pérdida de patrimonio que se sucedió en Toledo en esos siglos, con guerras e invasiones frecuentes, de entre las que destaca la extremadamente dañina invasión francesa de Napoleón. No se deben tampoco olvidar las famosas desamortizaciones como la de Mendizábal, que fueron un elemento de pérdida patrimonial en España casi sin precedentes. Si a ello se le añade un fuerte desapego por el valor de los monumentos y la extrema pobreza reinante podemos explicar cómo multitud de edificios antaño de abolengo terminaron convertidos en apriscos, pajares, almacenes o escombreras.
Como único ejemplo de monumento echado a perder os muestro el caso del Palacio del Rey Pedro I el Cruel, junto a Santa Isabel, que a finales del siglo XIX presentaba este desolador aspecto.
Otros espacios públicos de la ciudad presentaban un aspecto de extrema pobreza, con gran ausencia de higiene y con calles totalmente carentes de pavimento (esto es algo que no finalizó en muchas calles del centro histórico hasta los años 60 y 70 del siglo XX). En esta foto podéis ver cómo era la Plaza de la Retama.
En aquellos años se extendió la mendicidad pese a existir bandos municipales que la castigaban.
Y como colofón a esos años previos a la Guerra Civil (otro día os hablaré de los años inmediatamente anteriores al conflicto en Toledo) os ofrezco estos documentos gráficos de la enorme crisis de 1932, con revueltas por el pan en Zocodover que tuvieron que ser controladas por la fuerza y la Hulega General de ese mismo año que costó la vida a varias personas en nuestra ciudad.
Nota: Mil gracias a Armando por los documentos aportados.
martes, 24 de junio de 2008
Vida cotidiana (afortunadamente) olvidada
Hace unos días ví con cierto estupor un documental en La 2 que trataba sobre oficios olvidados. En particular me dejó perplejo el enfoque que se daba al antiguo oficio de carboneros, labor durísima en todo su proceso, desde la recogida de la madera hasta la obtención del producto final. El autor del documental, en una actitud sólo explicable desde esa nostalgia urbanita hacia todo lo que suene a sostenible y que está desgraciadamente tan de moda, parecía encantado con la idea de volver a ver algún día mucha gente penando tan sosteniblemente en lugar de alegrarse porque aquel pobre hombre fuese ya el último en vivir así de mal. Reconozco que llevo muy mal a ese tipo de personas que opinan desde la barrera de su cómoda vida en la ciudad que "nuestros abuelos eran mucho más felices y su vida era mucho más sana". Debe ser porque nunca se han puesto a trabajar de ese modo, o porque jamás se han parado detenidamente a mirar fotografías antiguas con sus rostros quemados por el frío y el sol. O tal vez no saben que su esperanza de vida era 30 o 40 años inferior a la actual, eso en el caso de que no murieran siendo niños.
En el caso particular de Toledo, hasta hace no demasiado tiempo, existían oficios durísimos hoy felizmente olvidados. Uno de ellos era el de aguador o azacán, cuya labor consistía en acarrear agua desde el río hasta lo alto de la ciudad para abastecer a la población. La escasez de manantiales naturales en el promontorio rocoso donde se asienta la ciudad y el suministro garantizado (¡que tiempos!) de un agua medianamente potable desde el Tajo (tampoco creo que fuese Perrier o Solán de Cabras) hacía posible su labor, que era efectuada mediante cántaros transportados por burros o bueyes.
Ya en la ciudad, solían ser las mujeres las encargadas de ir a buscar al azacán para comprarle la acuosa mercancía.
Otro trabajo estupendo por la otra punta era el de boyero, consistente en pasar la vida junto a estos animales que daban todo lo que tenían (fuerza, carne, leche, calor...) a sus sostenibles dueños.
Pero para trabajo duro hace unas décadas estaba el de labriego. Hiciera frío o calor, sus jornadas eran de sol a sol y su piel terminaba por curtirse casi como la de los mongoles o tibetanos a fuerza de recibir vientos gélidos y chicharreras estivales.
Otro al que no se le podía denominar como aburguesado era al pastor, condenado a dormir en toda época en el campo, o con suerte, en un chozo de construcción propia.
Y qué deciros de los porqueros, de acá para allá todo el día con su olorosa compañía, como en esta estampa tomada junto a la Puerta de Bisagra.
Otra labor dura era la de los arrieros, siempre caminando con mercancía de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad.
Esas mercancías se solían vender a menudo en el "martes" de Zocodover o años más tarde en El Carmen.
A mediados de siglo, con la llegada del hielo y los transportes por carretera se pudo empezar a comer pescado de mar "fresco" en Toledo.
Más adelante cuando se creó el mercado el punto de venta cambió.
También suministraban a cacharrerías y tiendas de venta al por menor muy curiosas.
Con la alegría de saber que hoy en Toledo ya nadie vive así de duramente, quiero dedicar esta entrada a todos nuestros antepasados que pasaron estas penurias y que, si levantaran la cabeza, le dirían cuatro cosas a los que hoy día añoran esos días.
Y como anexo final aquí tenéis dos vídeos impresionantes de 1925 rescatados por el ayuntamiento en los que se puede ver en acción a los últimos representantes de algunos de estos oficios en Toledo dentro de documentales turísticos franceses.
En el caso particular de Toledo, hasta hace no demasiado tiempo, existían oficios durísimos hoy felizmente olvidados. Uno de ellos era el de aguador o azacán, cuya labor consistía en acarrear agua desde el río hasta lo alto de la ciudad para abastecer a la población. La escasez de manantiales naturales en el promontorio rocoso donde se asienta la ciudad y el suministro garantizado (¡que tiempos!) de un agua medianamente potable desde el Tajo (tampoco creo que fuese Perrier o Solán de Cabras) hacía posible su labor, que era efectuada mediante cántaros transportados por burros o bueyes.
Ya en la ciudad, solían ser las mujeres las encargadas de ir a buscar al azacán para comprarle la acuosa mercancía.
Otro trabajo estupendo por la otra punta era el de boyero, consistente en pasar la vida junto a estos animales que daban todo lo que tenían (fuerza, carne, leche, calor...) a sus sostenibles dueños.
Pero para trabajo duro hace unas décadas estaba el de labriego. Hiciera frío o calor, sus jornadas eran de sol a sol y su piel terminaba por curtirse casi como la de los mongoles o tibetanos a fuerza de recibir vientos gélidos y chicharreras estivales.
Otro al que no se le podía denominar como aburguesado era al pastor, condenado a dormir en toda época en el campo, o con suerte, en un chozo de construcción propia.
Y qué deciros de los porqueros, de acá para allá todo el día con su olorosa compañía, como en esta estampa tomada junto a la Puerta de Bisagra.
Otra labor dura era la de los arrieros, siempre caminando con mercancía de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad.
Esas mercancías se solían vender a menudo en el "martes" de Zocodover o años más tarde en El Carmen.
A mediados de siglo, con la llegada del hielo y los transportes por carretera se pudo empezar a comer pescado de mar "fresco" en Toledo.
Más adelante cuando se creó el mercado el punto de venta cambió.
También suministraban a cacharrerías y tiendas de venta al por menor muy curiosas.
Con la alegría de saber que hoy en Toledo ya nadie vive así de duramente, quiero dedicar esta entrada a todos nuestros antepasados que pasaron estas penurias y que, si levantaran la cabeza, le dirían cuatro cosas a los que hoy día añoran esos días.
Y como anexo final aquí tenéis dos vídeos impresionantes de 1925 rescatados por el ayuntamiento en los que se puede ver en acción a los últimos representantes de algunos de estos oficios en Toledo dentro de documentales turísticos franceses.
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