Desde que las descubrí, llevo unos años enamorado de unas fotografías que el genial pionero toledano Alfonso Begue obtuvo del río Tajo en Toledo hacia 1864, poco antes de su prematuro fallecimiento.
Se trata de una serie de placas originales de cristal que, por razones desconocidas, se encontraban en los inmensos fondos de la Casa Rodríguez, adquiridos por la Junta de Comunidades en los años 80 del siglo XX.
Son imágenes que no fueron (hasta donde yo sé) incluidas en las series comerciales de imágenes estereoscópicas publicadas por Alfonso Begue. Más bien, parecen fotografías realizadas de manera personal para un uso restringido a su círculo más cercano. Y eso es precisamente lo que más me atrae de ellas, y probablemente lo que las confiere un valor inolvidable.
Ya sé que lo he escrito arriba, pero lo quiero repetir: son imágenes de 1864. Sí, 1864. Mil ochocientos sesenta y cuatro. ¡Mil ochocientos sesenta y cuatro!
¿Somos conscientes de lo que ello significa? Son instantes reales, coordenadas espaciotemporales inmortalizadas para la eternidad hace más de un siglo y medio. Y lo mejor de todo...su calidad y estado de conservación es excepcional. Aunque ya publiqué varias de ellas en el libro "Toledo Olvidado 2", para lo cual adquirí las copias en altísima resolución al Archivo Histórico Provincial de Toledo que es la institución que las custodia, lo cierto es que la calidad de estas placas, por una vez y sin que sirva de precedente, hace que merezca la pena verlas preferentemente en las ampliaciones que os voy a mostrar que en las versiones impresas en papel del citado libro.
Para contextualizar las fotografías, es bueno resumir la biografía de Begue para que le conozcáis mejor: Alfonso Begue Gamero nació en Toledo en 1834 y falleció a la temprana edad de 31 años en 1865. Es considerado el primer toledano en fotografiar su ciudad. La fenomenal investigación de Rafael del Cerro Malagón ha aportado datos sobre su vida. Su verdadero nombre era Ildefonso –nació un 23 de enero– pero cambió su denominación al ejercer como fotógrafo profesional. De familia más bien acomodada, permaneció con sus padres y sus tres hermanos mayores hasta 1844, desconociéndose el motivo por el que, con 12 o 13 años, abandona Toledo.
Debió ser en la capital de España donde comenzase a fotografiar. Se sabe que en 1861, con 27 años, vivía en la calle de la Luna de Madrid rodeado de una selecta vecindad y ejerciendo ya como fotógrafo. Convivía con la francesa Zenaida García Bíedeau, de 32 años, nacida en París, mujer que continuaría a su lado hasta la muerte, apareciendo luego como viuda. En 1865 se trasladó a la calle de la Montera, lo que anunció en La Correspondencia de España.
El 2 de julio de 1862, su padre Nicolás Begue de la Torre murió en Toledo procediéndose al reparto de la herencia entre los hijos. A Ildefonso (Alfonso) se le cita como soltero y fotógrafo residente en Madrid. El 31 de octubre de 1865, falleció en Toledo durante una de sus visitas debido a un “ataque cerebral fulminante”, cuando contaba tan solo con 31 años, encargándose del enterramiento sus hermanos.
Pese a morir tan joven, a Alfonso Begue le debemos algunas de las mejores fotografías de Toledo de mediados del siglo XIX, a la altura de los mejores pioneros. Se conocen varias series de fotografías estereoscópicas suyas tanto de Madrid como de Toledo –parece ser que fue el primer español en utilizar la fotografía estereoscópica–, así como algunos retratos. De impresionante calidad son los citados negativos que se conservan en el Archivo Histórico Provincial de Toledo dentro del Fondo Rodríguez. Consiguió una importante reputación como fotógrafo e incluso parece que fue un auténtico avanzado al utilizar el polvo de magnesio para iluminar ciertas tomas interiores.
La serie de fotos estereoscópicas custodiadas en el Archivo Histórico Provincial que hoy os voy a diseccionar presenta detalles absolutamente deliciosos. Comenzaremos por ver una imagen del Puente de Alcántara en la que aparece un personaje con bigote fumando un puro, vestido elegantemente y posando con un aire relajado y de complicidad con el fotógrafo. Quedaos con su cara, porque se va a repetir en muchas imágenes. ¿Quien sería? ¿Un hermano de Begue? ¿Un amigo? ¿Un voluntario? ¿El propio Begue? Todo son incógnitas, pero la estampa bien merece dejar volar la imaginación. En la imagen destaca la presencia de edificios desaparecidos como los restos del Artificio de Juanelo, el Hospital de Santiago, la Fonda de la Caridad de Lorenzana, la Plaza de Armas del Puente de Alcántara o el aspecto Alcázar, en ruinas tras la invasión napoleónica.
Cerca de allí, Begue obtuvo esta preciosa vista de los restos del Artificio de Juanelo. Destaca, además del grupo de personas (una de las fotos de grupo más antiguas de la historia de Toledo), la solitaria presencia vegetal de una higuera en las orillas del Tajo:
No nos vamos a separar ya del río. Viajamos ahora hasta la zona situada enfrente de la casa del Diamantista, en el embarcadero. Allí, junto a las largas telas puestas a secar, nos llega la inquietante presencia de una persona que de no ser porque es materialmente imposible hubiera jurado que es el mismísimo Abraham Lincoln (en 1864 Lincoln vivía una histórica proclamación como presidente en plena guerra civil norteamericana) tanto por su rostro como por su barba y atuendos. Al fondo aparecen los molinos de Saelices:
Intrigados aún por la posible identidad del personaje anterior, giremos la vista casi en ángulo recto para mirar ahora hacia la propia casa del Diamantista. En una excelsa fotografía, junto a unos bellísimos álamos blancos podemos ver la propia casa del joyero José Navarro (el famoso diamantista) tan solo dos años después de su muerte. Se observa también la presencia de dos hombres, uno muy joven y otro con gorra, de nuevo con las largas tiras de tela a sus pies:
Pero el detalle más bello de esta imagen es uno relacionado con el río. Tras los álamos aparece una barca en la que es legible su nombre escrito en la madera con letras oscuras: "(...) DEL VALLE. AÑO (...)". Sin duda es un alusión a su cercanía a la Ermita del Valle y la fecha de su construcción:
Justo en la otra orilla, en las Tenerías, Begue capturó una fotografía cuyo mayor valor es retratar ya vivo el frondoso almez (Celtis australis) que aún en nuestros días vive en la Ermita del Valle, justo en la entrada del actual Restaurante la Ermita. De nuevo aprovecho para reivindicar y reclamar una mayor presencia del almez en la ciudad y un mayor protagonismo de esta especie autóctona en las plantaciones que se realicen en Toledo. Ningún árbol es más toledano que él, ningún árbol está más adaptado a nuestro clima que él. Ejemplares centenarios como este son una buena prueba de ello:
En un lugar indeterminado de la ribera toledana, probablemente aguas arriba del Puente de Alcántara (o puede que aguas abajo del Cigarral del Ángel), en una zona de soto ribereño más denso que en la propia ciudad, Begue logró otra maravillosa imagen. De ella yo destacaría la enigmática identidad de un personaje que en la distancia parece una persona de raza negra, pero que en realidad me inclino a pensar que es un humilde, flaco y renegrido por el sol trabajador de alguna actividad ligada al río:
En la foto vuelve a aparece el señor de bigote que ya vimos...
No lejos de allí, Alfonso Begue tomó esta otra fotografía en la que de nuevo identificamos rostros que hemos visto en imágenes precedentes. Muy curiosas son las construcciones de madera situadas junto al río, tal vez efímeros pasos hechos durante la construcción de una presa o tal vez estructuras aprovechadas por pescadores. También destaca la presencia de una barca boca abajo en la orilla:
Finalizaremos con la fotografía más especial de todas. Tan especial, que la elegí como portada para el libro Toledo Olvidado 2. Tan mágica que me hizo soñar con una elucubración: la posibilidad de que uno de los retratados fuese Valeriano Bécquer, hermano de Gustavo Adolfo. Un sueño que no es descartable, pues la fecha podría encajar perfectamente, el parecido de Valeriano con el hombre con perilla es innegable, Alfonso Begue era un habitual viajero del tren Toledo-Madrid que tanto usaron los Bécquer y tanto ellos como Begue eran personas conocidas en los círculos culturales toledanos y madrileños. Esta elucubración ha sido recientemente publicada en el libro "Sombras de Bécquer en Toledo" (ha sido un honor colaborar en esta obra coordinada por Francisco Carvajal y editada por La Peña Pobre) y la reproduzco a continuación, en homenaje a este pionero fotógrafo toledano que fue Alfonso Begue, de tan corta vida.
Alfonso Begue, Valeriano Bécquer y un amigo en Toledo en 1864: historia (inventada) de una fotografía.
Estamos en una tarde de agosto del año 1864, calurosa y tranquila, como son las tardes de verano en Castilla y más en Toledo. El río Tajo fluye, abrazando la ciudad, y ajeno aún a la muerte en vida a la que le sometería España algo más de un siglo después.
Allí, junto a los molinos de Azumel, bastante cerca de la Fábrica de Armas, la tarde es más apacible aún en este punto de la ribera, más arbolada de lo que suele ser habitual en aquel secarral que era España en el XIX. Hasta allí han llegado tres hombres, aún jóvenes pues rondan la treintena, para disfrutar unas horas solazándose con el rumor del agua, el canto de las cigarras y el trinar de los pájaros. En este solitario punto, además, disfrutan sin ningún pudor de un refrescante baño después de haberse quitado sus decimonónicas vestiduras para quedarse tan solo con los calzones puestos.
Al fondo, la milenaria ciudad les observa desde el entorno de la Puerta del Cambrón y las Vistillas de San Agustín. Y ellos la observan también, en un recíproco intercambio de miradas, de esos que únicamente son posibles en algunos, no muchos, lugares del planeta –solo en aquellos en los que tenemos la certeza de que las ciudades o la naturaleza cobran personalidad e identidad propia…y Toledo es uno de ellos, y estos muchachos lo saben–. Y es que, al fin y al cabo, no son unos muchachos corrientes.
Pasan la tarde charlando sobre la precaria situación del país, sumido en la pobreza y en un interminable vaivén de intrigas y efímeros gobiernos a los que asiste aparentemente impávida la reina Isabel II, habitualmente manipulada por sus ministros y asesores. Tras la renuncia de O´Donnell en marzo de 1863, las elecciones habían sido ganadas por una coalición de progresistas, demócratas y republicanos. En animada conversación, uno de los tres jóvenes se juega una comida a que poco después subiría de nuevo al poder Narváez, como tantas otras veces había sucedido, para dictatorialmente manejar otra vez el cotarro. Dos meses después estaban invitándole en su mesón preferido de aquel Madrid en el que solían vivir los tres.
Habían llegado a Toledo en tren aquella mañana, como tantas otras veces habían hecho, para evadirse de los agobios capitalinos. Tras pasar la tarde en el río, acudirían a la Posada de la Sangre a dormir entre chinches y pulgas –esperaban que las buenas dosis de aquel tintorro que les ponían al cenar les permitieran dormir a pierna suelta ajenos a cualquier inconveniencia– y regresarían a Madrid a la mañana siguiente.
Aquella vez Ildefonso –al que todos le llamaban Alfonso– había traído consigo su voluminoso aparejo con el que tomaba fotografías y que tanta y tan buena fama le estaba haciendo ganar en Madrid. A Alfonso le encantaba enseñar las callejas y parajes de su ciudad natal, en la que aún vivían su madre y hermanos, a aquellos peculiares personajes, grandes amigos suyos, uno sevillano y otro burgalés.
El sevillano, de nombre Valeriano y gran pintor, andaba necesitado de alegrías después de que su mujer Winnefred le hubiera abandonado poco antes llevándose con ella a sus dos pequeños. Solo un hombre de su gran talento y su entusiasta carácter podría superar aquel palo de la vida como él lo estaba haciendo. Era sin duda mucho más alegre que su hermano pequeño, Gustavo Adolfo, siempre tan atribulado y pesimista…aunque más genial que Valeriano si cabe, en este caso con una pluma en la mano. La próxima vez intentarían que él también se uniera a una visita similar…al fin y al cabo Gustavo Adolfo parecía recobrar el ánimo cuando pasaba temporadas en Toledo.
En un momento de la conversación a la orilla del Tajo, Alfonso toma sus cacharros fotográficos, prepara todo lo necesario para emulsionar la delicada placa de cristal, se aleja un poco de sus dos amigos y les pide que se queden inmóviles por un momento. Así hacen. Alfonso al fin obtiene la imagen, que no verán hasta pasadas unas semanas –justo en octubre, en la comida que Valeriano les ganó a ambos al apostar por un nuevo periodo de Narváez en el poder– y que casi siglo y medio más tarde servirá de portada a un libro de fotografías de la vieja ciudad castellana.
Un instante, tan efímero y tan eterno a la vez, gracias a ese moderno invento llamado fotografía. En aquellos días no lo valoraban. Pensaban que lo que hacía Alfonso era maravilloso –verse retratados en aquellas reproducciones que les enseñaba les parecía casi algo mágico– pero no llegaban a comprender lo que en realidad representaba. Solo unos meses después, cuando Alfonso falleció en una de aquellas visitas a Toledo, de un repentino y fulminante ataque cerebral, comprendieron que la fotografía era lo más parecido a la inmortalidad que jamás conocerían.
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